MIS RECUERDOS DE MONSALVO
Por Lucía Etcheverry (Ketty)
Estación Monsalvo en una foto del año 2014. |
La
escuela Nro. 16 de Monsalvo fue mi primer trabajo como maestra, en este caso,
rural. Aunque parezca extraño, conocía el lugar aún sin haber estado antes
allí. A través de los relatos de mi madre, me había formado una imagen de los
montes y las lomas de la estancia Miraflores. Segurola y
Mari Huincul eran palabras que me resultaban familiares, aunque tal vez
fueran sólo eso, desde mi infancia.
Mi
mamá, conocida como la China Lora, era una de las dos hijas mujeres de una
familia numerosa que se completaba con siete hermanos varones. Mis abuelos
Zacarías Lora y Petrona Sasiain eran gente de campo que vivieron y criaron
todos sus hijos en la zona de Segurola. Según relatos de mi madre, ella
trabajaba en la Estación “llevando las guías” en las que se registraba la
movilidad del ganado. También se encargaba del telégrafo y se ufanaba de ser
una de las “más leidas” del lugar. Eso si, gracias a su maestro Don Pedro Guma,
a quien siempre recordaba y agradecía por haberla formado hasta su escaso 6to.
grado.
Fue
en un baile de Monsalvo donde conoció a mi padre, don Eustaquio, a quien todos
conocerían más tarde como Taco Etcheverry. Él había nacido en Madariaga como
uno de los doce hijos de don Pedro y doña Juliana Orayen. También hombre de
campo y vasco cabeza dura, abandonó tempranamente su casa paterna y, con el
único capital de una vaca que le había regalado la tía Julia, salió a buscar
conchabo por la zona. Así fue como, trabajando como puestero en una estancia cerca
de Segurola, conoció a mi madre en uno de los “famosos” bailes de Monsalvo. Luego
se mudaron a Maipú donde vivieron hasta su traslado definitivo a Mar del Plata.
Mi
padre era un hombre parco de estricta conducta que confrontaba con el carácter
alegre y jovial de mi mamá. Ella era muy locuaz y le encantaba hablar de sus andanzas
de juventud que recordaba plagada de anécdotas y personajes de la zona y de la
época. A tal punto que Juancito Barbieri recurre a ella cuando escribe su libro “Maipú. Por tus primeros cien años” en busca de registros que
nutrieran su bibliografía. Así es como encontramos en la página 22 del citado libro una ilustración titulada “Churrasqueando en la Estancia Mari-Huincul”
en la que aparece mi bisabuelo Emilio Lora.
Por
su parte, a pesar de su rostro adusto y su escasez de palabra, el viejo Taco
era una persona muy apreciada en la zona de Segurola y Monsalvo en la década
del 60. Trabajaba como Inspector Municipal en épocas en que el Municipio estaba
a cargo de don Pedro González y de don Juan José Elizondo. Tenía a su cargo las
cuadrillas que se ocupaban de mejorar los caminos de tierra que unen Maipú con
esos parajes y de que estuvieran en
condiciones transitables para los lugareños, luego de las fuertes lluvias.
Fue
con él, a bordo de una vieja camioneta Chevrolet verde del Municipio que,
cargando un bolsito con algo de ropa y un bagaje de conocimientos que había
recibido en la Escuela Nacional Normal de Maipú, con sólo 17 años, me atreví a
aceptar mi primera suplencia como maestra, directora y también portera de la
querida Escuela Nro. 16 de Monsalvo, en el Partido de Maipú de la Provincia de
Bs.As.
CAPÍTULO II
Recuerdo
muy bien la llegada a Monsalvo para hacerme cargo de mi tarea como maestra y
directora de la Escuela 16. Habíamos salido tempranito con el viejo Taco, en la
no menos vieja Chevrolet, porque debíamos estar antes del mediodía en la
escuela. La fecha no es fácil de recordar, pero, como buena vieja hucha, busco
precisiones en un papel amarillento que aún sigue guardado. ¿Para qué? “uno nunca sabe” decía mi madre.
“A nuestra generación siempre le costó tirar…
Nos educaron para guardar tooooodo” agrega Galeano.
Acá está, fue una fría mañana del 29
de junio de 1964. Lo certifica la firma de la Sra. María M. de la Fuente de Uría
quien, desde la oficina de Inspección de Enseñanza de Maipú, en su cargo de Secretaria
de la U.A.U., da fe que ese día fue el comienzo de mi primera suplencia como “directora de tercera” de la Escuela 16, suplencia
que se extendería hasta el 30 de noviembre de ese mismo año.
A media mañana llegamos a la
estación de ferrocarril. Allí nos esperaba María, la maestra titular que tomaba
su licencia. Me costó varios días recordar su apellido hasta que, vaya uno a
saber en qué rincón de la memoria estaba guardado, si mal no recuerdo su
apellido era Giuliani. Con cara de pocos amigos y deseando irse lo antes
posible dijo:
-
“lo único que vas a lograr en este lugar
es embrutecerte”.
Las palabras de bienvenida no fueron
muy alentadoras y peor aún el vistazo que di al lugar donde se alojaba. En la misma estación de tren, una
puerta entre abierta dejaba ver una habitación oscura y húmeda donde se podía observar
un camastro con unas pocas pertenencias que le daban cobijo, brindando un
cuadro desolador. Se trataba de una sala de espera de la estación, de esas que
no se usan porque son pocos los pasajeros que toman el tren allí, que servía de
cuarto de hotel para alojar a la maestra del paraje.
Por suerte para mí, probablemente
por mi edad y por llegar en compañía de mi padre, fui recibida por el jefe de
la estación y su familia quienes también vivían allí. Ellos me asignaron otra
habitación para pasar mi primera y única noche en el lugar. María me acompañó
hasta la escuela, me presentó a los alumnos, me entregó papeles y directivas
que consideraba pertinentes y se marchó para no volver. Al finalizar la tarde,
una cena compartida con la familia y un paquete entero de velas encendidas
sobre la mesa de luz (la electricidad brillaba por su ausencia) me ayudaron a terminar
el día y conciliar el sueño.
Al día siguiente, gracias a
conocidos de la zona, me trasladé a la estancia San Pedro perteneciente al Dr.
Ovidio Senet, donde me alojaría hasta finalizar el año. El dueño de la estancia
era un señor mayor, muy apreciado en la región, dado que era un especialista en
pediatría, de renombre en Buenos Aires. De tanto en tanto venía a la estancia y
las familias de la zona le llevaban sus niños para realizar interconsultas.
La llegada del Dr. era una fiesta
para mí y los chicos. Durante su estada nos invitaba al chalet (esa era la
forma como identificaban a la casa del patrón). A la tardecita empezaban los
preparativos. Los chicos y yo organizábamos la picada en la cocina y, si hacía
mucho frío, nos sentábamos en el living junto al hogar para escuchar
embelesados las historias de sus viajes. En las tardecitas de primavera,
esperábamos la noche y, tendidos boca arriba en el césped del enorme parque,
descubríamos el nombre de cada estrella.
La
estancia quedaba a una distancia considerable de la escuela, lo cual impedía
recorrer el camino a pie. El medio de traslado era una vieja jardinera que un
peón de la estancia preparaba todos los días para que los dos hijos del
encargado y yo fuéramos a la escuela. ¡Qué no daría por recordar los nombres de
esa familia que me dio alojamiento y me hizo sentir como en casa el resto del
año! Sí recuerdo el cuarto prolijo y aseado que compartía con los chicos y el
tazón de café con leche humeante que nos recibía cada mañana.
CAPÍTULO III
La Escuela Nro. 16 de Monsalvo en el
año 1964 era una casilla prefabricada. Estaba ubicada en un terreno cercano a
la estación de ferrocarril circundado por un alambrado con una tranquera como
puerta de ingreso al predio. La casilla estaba sobre elevada, tal vez para
evitar la humedad del suelo, y contaba con una escalerita de tres peldaños como
acceso a una de las dos puertas del aula. La otra puerta, ubicada al fondo del
salón, permanecía siempre cerrada ya que era difícil abrirla.
Dos hileras de bancos, un escritorio
y un armario desvencijado constituían el único mobiliario del lugar. Una estufa
de seis velas que no siempre funcionaba se observaba en un rincón. En el
armario convivían unos pocos libros, algunos mapas, la bandera, unas cajas de
tizas, alcohol de quemar, fósforos para encender la estufa y un frasco con
cacao o cascarilla para preparar la merienda de los chicos en uno de los
recreos.
En la parte de atrás de la casilla
había un único baño muy pequeño de cuyo aseo debía ocuparme. Un pastizal
rodeaba la casilla de modo que con una guadaña y la ayuda de los chicos y de algunas
ovejas que pasaban el alambrado lo fuimos mejorando. Con frio, con fuertes
vientos o cuando el sol calentaba al mediodía, ahí estábamos todos listos para
izar la bandera que ondeaba al frente de la casilla. Esta situación cambiaría
en el futuro, aunque yo no fuera testigo, con el dinero que envió el Ministerio
para la construcción de la nueva escuela.
No recuerdo la cifra, millonaria
para la época, en la que un cheque a mi nombre llegó un día, destinado a la
compra de materiales de construcción. Para hacerlo efectivo, en el Banco
Nación, tuvimos que presentarnos con el tesorero de la cooperadora de apellido
Quiroga. Él era un señor de contextura robusta, que se hizo presente vestido
para la ocasión con camisa blanca, alpargatas negras y bombacha bataraza. Ambos
tuvimos que ir en compañía de mi padre porque, dado que yo era menor de edad,
no podía recibir tamaña suma.
El Registro de Asistencias presentaba
alrededor de veinticinco alumnos, un buen número, pensé yo. Con el correr de
los días sólo llegaban doce a lo sumo quince. Mirando con más detenimiento
encontré más de cinco con el apellido Vega, eran algunos de los muchos hijos del
único policía del lugar que vivían frente a la escuela. Al principio no
comprendía tantas ausencias, luego alguien dijo:
-“son
alumnos de palo, de vez en cuando poneles el palito de presente. Si son tan
poquitos nos cierran la escuela”. Ahí aprendí cómo un pequeño guiño
justificaba nuestra presencia allí.
De los alumnos presentes, dos a lo sumo
tres estaban en el mismo grado y, por tratarse de una escuela unitaria, había
que hacer maravillas para responder a todos a la vez. De primero a sexto, de diferentes
edades, de distintos intereses y saberes previos, significaba que tuviera que
aprender a trabajar simultáneamente con todos ellos. Atrás quedaron las
prácticas de enseñanza en la Escuela de Aplicación de la Normal, los planes de
clase que tan minuciosamente preparábamos. Esta era una realidad diferente.
Los alumnos que concurrían a clase también
eran distintos, a los de la escuela de Aplicación me refiero, ya que la vida en
el campo hacía de algunos de ellos hombrecitos en miniatura. Recuerdo que un
pequeño de anteojos que ocupaba el primer banco terminó su tarea de los
primeros grados y, en tanto atendía a otro alumno, le sugerí:
- hacé un dibujo de lo que te guste que
ya estoy con vos.
Con mucha seriedad contestó:
- “a
la escuela no me mandan pa´ hacer dibujos, me mandan pa´ leer, escribir y hacer
las cuentas”.
Sin más, obedecí y llené
su hoja de cuentas.
El viaje desde mi casa hasta la escuela,
cada lunes, merece un párrafo aparte. Mi padre no me llevaba salvo que tuviera
que trabajar en la zona porque “los
vehículos oficiales no están para eso”, así que algunas veces nos llevaba
Nelson Giorgi en una camioneta que iba de lado a lado por el barro. Dejaba a su
hermana (alguien me ayudará a recordar su nombre) que era maestra en Segurola y
luego me arrimaba hasta Monsalvo.
Cuando los caminos estaban intransitables,
no quedaba más remedio que tomar el tren. El problema era la frecuencia: lunes,
miércoles y viernes el tren iba de Maipú a Madariaga. Martes, jueves y sábados
hacía el recorrido inverso. Los viernes coincidíamos, pero para el regreso,
adivinaron, los lunes no tenía tren. Entonces, había dos opciones: ir en
colectivo hasta Madariaga y tomar el tren hasta Monsalvo, o ir en un tren de
carga que salía muy temprano de Maipú.
Cuando tomaba la segunda opción, salía a
las cinco de la mañana, debía sacar pasaje de primera y mandar un telegrama a
Buenos Aires informando que iban pasajeros en un tren de carga. Obviamente, el
tren no llevaba coche con asientos, de modo que viajaba en el furgón del
guarda. A veces esperaba horas con el tren haciendo maniobras en Guido o Santo
Domingo. A tal punto que, en una
oportunidad, recuerdo haber compartido, antes de entrar a clase, la comida que
un guarda llevaba en su vianda.
Todo este relato parece cargado de dificultades,
sin embargo, fue mucho lo que aprendí ese año y el siguiente trabajando en la
escuela 16 de Monsalvo. Aprendí que la gente de campo que me rodeaba era simple
y generosa, que inculcaban a sus hijos el respeto no sólo a la maestra sino a
todo lo referido a la educación. Aprendí a pasar buenos momentos en el almacén
de los Cope, con cuya familia también conviví.
Aprendí a realizar tareas de campo: acarrear leña, ensillar caballos,
manejar un sulky o hacer chorizos y morcillas en las carneadas.
También aprendí a apreciar el verde
intenso de la alfalfa y a disfrutar del azul celeste del lino en flor, mecido
por el viento. Fueron muchas las vicisitudes que pasé como maestra rural de la
Escuela Nro. 16 de Monsalvo, algunas son sólo anécdotas que forman parte de
este relato que me atreví a compartir. De todas ellas, lo más importante que
aprendí es lo siguiente:
Si
uno se va a dedicar a enseñar, tiene que estar dispuesto a aprender.
Lucía (Ketty) Etcheverry.
Mar del Plata, 29 de octubre de 2012.
Las fotos que ilustran el relato son del Sr. Javier Pintos para su blog "De pueblo en pueblo", año 2014)
Quisiera comunicarme con personas que hayan concurrido a esa escuelita . Ahí comencé mi primer grado en el año 1958.Cuabtos recuerdos vinieron a mi mente cuando leí lo escrito por Lucia (Ketti) Echeverry. 😪
Quisiera comunicarme con personas que hayan concurrido a esa escuelita . Ahí comencé mi primer grado en el año 1958.Cuabtos recuerdos vinieron a mi mente cuando leí lo escrito por Lucia (Ketti) Echeverry. ��
Si esta Sra, Lucia Lee mi comentario por favor me escriba,me encantaría compartir con ella mis recuerdos... Me llamo Marta Magallan.y mi Facebook es Marta Magallan Acompañante Terapéutico.y actualmente vivo en Córdoba, Argentina.