Un museo cómico del presente - Por Beatríz Sarlo

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    UN MUSEO CÓMICO DEL PRESENTE.

    Por Beatríz Sarlo.

    Pocas Cosas describen tanto y tan bien a una sociedad como la publicidad.
      Dos avisos recientes demuestran cómo nada pasa allí donde parece
                    sucederlo todo.

             Los anuncios publicitarios nos dicen que adquirir tal producto es bueno para la vida en general, para cada uno en particular; para el mundo entero. Pero después de esa simpleza, me pregunto por qué un equipo de una agencia de publicidad eligió ese aviso y no otro. ¿Qué tenían en la  cabeza, si es que tenían algo más allá de vender la mercancía de sus clientes?

            Desde el Día del Padre estoy intrigada por la propaganda mural de un shopping porteño y todavía no puedo convencerme de que el mensaje fuera tan bestialmente primario. 

             Una gran fotografía mostraba la espalda de un hombre sobre la que se apoyaban, abrazándola, dos manos de niño. Una Buena foto, con un encuadre original porque transmitía la relación ideal entre un  padre y un hijo no por la expresión de sus caras, sino que las dejaba fuera de cuadro y confiaba en la proximidad de los cuerpos unidos en el gesto esforzado de los brazos de un chico que aferran los bordes de la espalda de un hombre. 

            La afectividad de la foto no residía en un sentimentalismo expresivo sino en la diferencia de escala entre el hombre que es abrazado por el niño: la esencia de la filiación. La ropa entre el azul y el gris, daba el tono de lo “cotidiano, distendido, pero fino”. Hasta allí, una idea bastante clara.

             Pero el texto decía: “Hay 230 marcas esperándote”, o algo por el estilo. La foto soportaba el peso de las 230 marcas. Todo un shopping al unísono exhorta al chico para que eligiera con qué marca le estampaba el día a su padre.

            Si el texto hubiera dicho algo como “Hay 230 cosas para que le regales a tu papá”, yo no hubiera pensado ni un minuto más. Pero decía “230 marcas”, situando el objeto del regalo potencial en la escala de nobleza y prestigio de los logotipos. El anuncio ponía delante del futuro regalo su pasaporte mercantil, su cédula de distinción. Una rara ilusión ya que, si solo hay 230 marcas ese shopping, todos terminaremos comprando una de ellas, de modo que la distinción, en verdad, desaparece en la repetición de lo siempre igual.

           No tuve mucho tiempo para seguir pensando, porque por televisión vi una publicidad todavía más curiosa. El aviso trata de vender un nuevo servicio de telefonía celular y consiste en un montaje rápido de personas simpáticas en situaciones más o menos extravagantes o pintorescas hablando por sus telefonitos (hay gente bajo la lluvia, una novia vestida de blanco, una turista con casa rodante de fondo, otro en el medio de un paisaje solitario; lo que se les ocurra). Hasta allí, nada que deje pensando. Pero nuevamente, la palabra ofrece un enigma. Una voz en off  sugiere que si millones de hombres y mujeres se comunicaran podría pasar algo importante. 

             Las imágenes del aviso representan esos millones, una especie de síntesis de la multitud teléfono-hablante. Pero lo que el aviso muestra es que no pasa absolutamente nada, excepto que se ríen, con esas risas excedidas de modelos de publicidad, o disponen sus cuerpos con la espontaneidad ejercitada durante horas en el set.

             Cuando sucedió en Madrid el atentado terrorista en la estación de Atocha, las manifestaciones del los días siguientes, en las que participaron docenas de  miles de jóvenes, encontraron una de sus formas organizativas en los mensajes de texto por teléfono celular. Quienes se comunicaron por celular hicieron algo grande.
              Por supuesto, ninguna publicidad podría evocar eso, porque quedaría adherida al dolor de un atentado y a una movilización pública, algo  que la publicidad evita como si fuera una infección mortal.

            Si millones de personas se comunican pueden pasar cosas, pero no en el mundo de los cortos publicitarios, donde es imposible que pase nada, y donde nada puede conectarse con una verdad exterior a la única verdad que  los sustenta: vender un producto competencia con otros que también quieren vender algo parecido con estrategias parecidas. 

             Pocas cosas informan tanto sobre un estado de la imaginación como la publicidad. Hay que coleccionarlas para un futuro museo de este presente. Incluso, para una sección cómica de ese museo.
                                                                                                             
                                                                                                      Por Beatriz Sarlo – Julio 2005.

                                                                                                       

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