La flor.
Había una vez una flor inmaculada, blanca, como las nubes. Ella vivía en el río, debajo del agua, y desde allí, desde su lugar, veía como el sol salía y se escondía todos los días en el mismo lapso de tiempo. Sentía en todo su ser la frescura de las aguas, y el silencio reinante producía una paz anhelada.
Una vez un hombre hermoso la descubrió mientras se reflejaba en el agua y sentía latir el corazón por considerarse bello, y el mejor de todos los de su especie... La flor lloró.
Con sus pequeños pies de raíz intentó en vano aferrarse a lo poco de mundo que le quedaba abajo, y así, un poco resignada y triste, conoció la luz y la vida exterior. El viento le hacía cosquillas, sensación que nunca había experimentado en la oscuridad de las aguas. Y poco a poco, se acostumbró. De vez en cuando recordaba con nostalgia su vida anterior, pero este jardinero hermoso, con su mirada de hierba, le hacía olvidar todo y la rescataba de sus pensamientos tristes con sus manos firmes y gruesas.
Pero un día el jardinero conoció a una mariposa que se posó en su flor, y se fue con ella. La flor, sola, volvió a mojar sus piecitos con el agua helada, porque ahora era invierno y el verano había despojado del amor, y se acurrucó en un rincón oscuro del río, a llorar. El hombre continuó escapando con las otras mariposas. Quería volar sobre otras tierras.
Lo que esta flor ignoraba es que muchos otros hombres habían ido a visitarla en ese verano. Se habían arrodillado en la orilla del río, sonriendo, y no la habían encontrado más. La habían visto otras veces, pero no era cuestión de ver una flor y llevársela así porque sí. Antes querían comprobar si esa hermosa y sabia flor les devolvía la mirada.
Porque ellos también podían despojarse de sus ropas y arrojarse con ella al las profundas aguas. No querían arrancarla, querían renunciar a su yo, para permanecer eternamente junto a ella, en su hábitat.
Martina Odescalchi (Donna Helena): Maipú 2009.