El nacimiento en las pampas.
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Obra del artista plástico Osvaldo Gasparini |
Por Martina Odescalchi.
Hay quienes pertenecen a los campos verdes y callados como pertenecen el sol y los enamorados a los atardeceres embelesados. Raúl, el paisano de alpargatas roídas por las lauchas y de camisa arremangadas a tres cuartos del brazo, formaba un eslabón
necesario para que la cadena del trabajo le diera vida las pampas.
No sin antes echar una mirada a los alrededores del campo a través de la ventana del rancho, se sentó tranquilo frente a la salamandra. Arrojó unas leñas al fuego, encendió su pipa, y calentó un rato las medias mientras el agua para el mate estaba a punto de
hervir y pedir a gritos que se la retire del fuego.
La mañana estaba quieta y el pasto pálido y congelado. Raúl apuró los mates amargos, salió del rancho inclinado para no golpearse la cabeza y trabó la puerta de madera hinchada por la humedad. Caminó decidido hacia el galpón, donde se encontraba una yegua a punto de parir. La encontró recostada, con los ojos desorbitados y relinchando violentamente. Su respiración estaba muy agitada, por lo que pensó que la cría ya venía.
Le acarició la cabeza, y la panza, y el potrillo le pateó la mano con fuerza. Pero los minutos pasaron, y la yegua comenzó a agitarse desenfrenada en el piso, y el relincho se extendió fugazmente por todo el campo.
Raúl no lo pensó más, y ensillando ligeramente el caballo, galopó hasta el pueblo en busca del veterinario.
En unos minutos más llegaron hasta el lugar en donde se encontraba la yegua, casi desmayada, con el cuerpo flácido y los ojos entristecidos. Enseguida el veterinario comenzó la cesárea, y el animal se entregó sin resistencia, agotado.
Raúl dirigió su mirada al rancho. Era una casita de barro, muy baja y humilde, con ventanas pequeñas y perdidas, y puertas de madera podrida e hinchada. No tenía mujer, no tenía hijos. Tenía tan sólo su rancho, su perro, unas gallinas, y sus caballos. Tenía los
amaneceres solitarios, las recorridas en el campo, y el atardecer anaranjado que lo sorprendía en la puerta del rancho, mateando sobre un tronco arrugado. Miró lo poco de cielo que se divisaba desde adentro, y se encontró a sí mismo, avejentado, dolorido.
Una masa rojiza y gelatinosa salía de pronto de la panza de la parturienta. El potrillo había nacido. Se paró con dificultad y la yegua se ocupó desde su lugar de lavarlo y limpiarlo. Una lágrima recorrió la mejilla del paisano, trazándole un surco en la piel
morena.
El veterinario se retiró cuando terminó de cocer y lavar la herida del animal.
Había cosas que nunca tendrían respuesta. Había cosas que remontaban a otras situaciones, lejanas, inseparables una de otra.
Raúl encendió su pipa, y el humo invadió el galpón y las pampas.
- Inseparables - pensó- como el cielo y el sol, la noche y la luna, como el gaucho y el campo, como una madre y un hijo...
Como la pipa y el humo, -exclamó- y caminó pesadamente hacia el rancho. El sol estaba ya sobre su cabeza.