HISTORIETAS
(l)
MAIPÚ
(Provincia de Buenos Aires década de 1950)
Por Antonio Alfredo Pedrós
(Provincia de Buenos Aires década de 1950)
Por Antonio Alfredo Pedrós
Nada atrajo mi
atención con mayor placer durante mi infancia y adolescencia que las
historietas (Comic). No bien aprendí las primeras letras, las adopté como
lecturas preferidas. Desde ese momento fue el camino que me condujo al abordaje
más sensacional del universo y el incentivo de mis fantasías. Este arte, mal
denominado menor, es uno de los aportes creativos indiscutibles a la gráfica y
diseño de la cultura occidental del siglo XX.
Eran una realidad
para nuestra generación, y suplantaba la ausencia de la televisión que no
llegaba todavía al pueblo y que sabíamos se veía en Buenos Aires en el Canal
único del Estado. Las revistas semanales
y mensuales de cualquier manera, ya utilizaban la imagen cada vez más sobre el
texto, y aunque contábamos con el cinematógrafo, los films que se proyectaban en la sala local tenían gran retraso
respecto a los estrenos.
Pero la historieta
tenía [y tiene] su particularidad. Me atraían los dibujos en blanco y negro, el
uso de los contrastes, las líneas que simulaban movimientos y el característico
globo con el texto en diálogos cortos y precisos. A estos se agregaban los
personajes imposibles, las escenas de acción y los fantásticos e increíbles
escenarios donde ocurría la trama; la imaginación hacía el resto. Ya no pensaba
que estaba leyendo, sino que participaba de la aventura.
La advertencia de los
mayores era sin embargo “deforman las mentes infantiles” “los hace
desobedientes y violentos” “retraídos para el estudio” y en consecuencia hasta
“futuros vagos o delincuentes”. Por supuesto que no hacía caso, eran cosas de
grandes. Yo me esforzaba en conseguir unas cuantas para el fin de semana y
disfrutarlas no bien salía de la última clase del viernes.
Para mis padres no
era prioritario que hiciera la tarea el mismo viernes, solo que la hiciera
antes del lunes. Pero claro, comenzaban las horas a estirarse para lo lúdico y
estrecharse para los deberes. Me preguntaba si la señorita no leía historietas.
Yo estaba seguro que lo haría. Porqué entonces los insufribles ejercicios de
matemáticas, el cuestionario de orden, la redacción libre o con tema indicado,
o peor, la poesía de memoria.
Y aunque iba a la
escuela pública “Domingo F. Sarmiento” —más conocida como “la uno”—, también
asistía al catecismo y a la misa de los domingos. ¿Cuándo iba a tener todo el
tiempo para leer las historietas? Menos mal que ahí me hice amigo del viejo
Pedro, el portero de la iglesia que vivía en un cuartucho de mala muerte, atrás,
pegado a la casa del cura.
Apenas cabía una
cama, una mesa pequeña con un calentador “primus” donde se cocinaba; también
había una mesita de luz y una silla con un pilón de revistas. No recuerdo si
tenía ropero o apoyaba la ropa sobre la silla. El piso era de tierra y apenas
se podía estar del fuerte olor a humedad. Por eso siempre estaba en la puerta
del zaguán que daba a la calle al lado del templo.
Ahí frente a la
plaza, sentado sobre el doble escalón de mármol blanco, negociábamos el
intercambio. Siempre me llevaba de más, y nunca me las reclamaba, al contrario,
seguía dejando que lo hiciera.
Con esas revistas,
más algunas que me prestaba Rubén, que tenía igual interés por estas lecturas,
y otras que de vez en cuando compraba mi hermano, no bien terminaba de leerlas
iba a cambiarlas dos por una, a una casa particular que atendía este negocio de
trueque a la vuelta de la cancha de fútbol. Yo tenía que planear esta
expedición ya que esta se encontraba lejos de mi casa, y mis padres (mí padre),
no me permitían alejarme de mi manzana que incluía también las dos de la plaza;
hacerlo era ligarme una soberana paliza...
Así hasta los 10
años. Recuerdo entonces El Tony,
D´Artagnan, Intérvalo (esta última aburrida para mi gusto), Patoruzito —que además de las
historietas cómicas, traía de guerra, aventuras y policiales—. Estaban también
aquellas de formato estirado y pocas hojas, como Misterix y Rayo Rojo,
sumándose otras de muchas páginas como Bucaneros
y Pif- Paf entre otras.
Era el tiempo en que
tomaba mi “Primera Comunión” después de dos años de ir a catecismo —lo normal
era un año—, sin haber aprendido más que las cuatro oraciones primeras y siete
de los diez mandamientos. Agotada la paciencia del buen padre Jesús Borlandelli
— por algo se llamaba Jesús—, que ese año decidió aprobarme con solo rezar el
Padre Nuestro, intercediendo ante el Altísimo y hacerse cargo de mi penitencia
por ignorar el resto.
Segundo Grado “B”
colegio Nº 1, Señorita María Benita Garmendia; hija de quien años más tarde
fuera mi profesora de matemáticas por tres años en el bachiller. María Benita
nos llevaba a su casa materna al lado de la comisaría, para que yo y otros dos
que “duros de entendederas” diría mi madre, asimiláramos los números —sobre
todo regla de tres simple, compuesta y división con fracciones —; de esta
manera nos ayudaba a evitar la “R” del boletín.
¡Que maestras aquellas!
No recuerdo que
aquellos maestros se quejaran por tener que enseñar, y sí de que su alumno no
faltara a clase, obviamente ellos nunca faltaban y nos dejaba sin argumento
para hacerlo. Buhe... eran otros tiempos; y yo concluía igualmente que no se
precisaba matemáticas para leer historietas.
Poco nos costaba a mi
y mis amigos emular al Zorro con
antifaz artesanal de cartón y elásticos, capa de algún trozo de género inservible,
espada de madera con dos clavos, y el convencimiento para lanzarnos
peligrosamente a recorrer los techos de mi casa y la vecina, o descolgarnos
como Tarzán por la parra que llegaba
hasta el alero de la galería. También adaptábamos viejas tapas de ollas y palos
de escobas que servían para armar al Príncipe
Valiente y sus cruzados.
Lo cierto es que ya
los personajes estaban en el cine, y también en la televisión que no podíamos
ver. Para nosotros las historietas eran el sustituto más accesible.
El comic también hacía su presencia en los
carnavales; no faltaba la oferta de disfraces que salían en el Billiken y Mundo Infantil, y que en el pueblo ofrecían en alquiler una
tiendita en la calle Belgrano al 300, y una relojería sobre Madero al 600;
estos negocios aprovechaban a exhibirlos en la vereda y como la influencia era
grande, El Zorro, El Llanero Solitario,
Cisko Kid y Poncho Negro estaban
entre los más solicitados. No había finalizado todavía la década del cincuenta.
El mundo adulto tenía
a Dinamita y Rico Tipo, prohibida para mi edad precoz, porque además de los
dibujos femeninos de curvas exultantes y sensuales de Lino Palacios; contenían
algunas fotos del “star system holliwoodence” con algunas modelos nacionales, que,
aunque con mallas enteras que cubrían “las partes”, dejaban un cavado escote en
la espalda que incentivaba la imaginación de verlas puestas al revés. Luego saldría la “bikini” de dos piezas, y
ahí si debí recurrir a la astucia para encontrar en algún lugar del ropero
donde la guardaba mi viejo, lejos de mi vista, y volverla a colocar en la
posición encontrada.
Era más curiosidad
que erotismo, a los once por aquella época todavía éramos niños. Mi hermano
traía a casa de vez en cuando Frontera y
Hora Cero, y en la primera tuve la
suerte de encontrar el capítulo inicial de
El Eternauta. De ahí en más mendigué los centavos para comprarla todas las
semanas. A veces le jugaba apuestas a un compañero de trabajo de mi padre, “El
Salteño” (Torres), al que casi siempre le ganaba (se dejaba ganar) algún
acertijo para reunir el último centavo. Y así saciaba mi ansiedad en la lectura
que muchas veces terminaba en el suspenso del consabido: continuará.
Huelga decir que El Eternauta sólo representaba para mí
una historieta de ciencia ficción, que tenía la virtud de transcurrir en
nuestro propio país, y por lo tanto los escenarios de lugares comunes como
Buenos Aires y los alrededores, provocaban una mayor expectativa sobre los
sucesos que narraba; pero lejos estaba de comprender el profundo mensaje
político que H. Oesterheld y Solano López intentaban trasmitir.
Compraba la revista
en la librería y juguetería “La
Americana ” (de la Flia
Ramos ) bajo la mirada vigilante de Alicia [la encargada de
venta], que nos impedía hojear con tranquilidad el escaparate, sobre todo
cuando advertía que no pensábamos comprar, y ahí venía el disparo certero que
daba en el blanco —¡Que vas a llevar? Al
momento soltábamos electrificados la revista y al tartamudeo solo faltaba que
levantáramos las dos manos como bandido entregándonos a Tom Mix.
¡Que
tiempos aquellos!
A.A.P.