EL FARO
Por Martina Odescalchi
Hace más de veinte años que estoy en este faro. Podría decir,
prácticamente, que lo conozco como a mi propia vida. Vivo aquí desde que tengo
memoria. Mi padre, que vivió hasta hace algunos años, me enseño todos los
secretos del mar, y no concibo mi existencia sin este bálsamo de salitre
penetrando en mis pulmones y salándome los labios, sin el sonido de las olas al
golpear en la escollera, sin la imagen de las gaviotas alrededor de los barcos
pesqueros.
El viejo faro se eleva entre las rocas, imponiéndose entre la línea del
horizonte. En el trascurre la magia y la simpleza de mis horas. Conozco todos
sus recovecos, sus escondites, cada escalón picado de las escaleras que
conducen hacia la parte superior, sus mañas, su funcionamiento...
Los días trascurren sin demasiados sobresaltos. Las personas se acercan,
lo observan, algunos insisten en subir, lo conocen y luego se van... Ninguno
acierta en regresar por la noche cuando las luces despliegan su grandiosidad.
Las mañanas amanecen frescas y brumosas, siempre dedico unos minutos a
caminar por la costa y recojo algunos objetos que el mar me obsequia por las
noches...
Cuando el sol se ubica sobre mi cabeza, la gente comienza a llegar con
sombrillas, lonas, y una cantidad de objetos para acompañar su día de playa.
Alejándome del bullicio, aprovecho para trepar a lo alto del faro, y duermo al
reparo de la sombra de la farola. Cuando comienza a caer el sol y se ha
marchado casi toda la gente, y la oscuridad amenaza con cubrir también a la
luna, mi tarea emprende su marcha una vez más.
Soy el encargado de las luces del mar... Soy el encargado de guiar a los
navegantes nocturnos, ayudarlos a seguir el camino conveniente, de encandilar a
las sirenas malvadas y de embellecer a las olas inquietas que se baten
incesantemente unas a otras.
De noche el mar es una gran perla movediza, la cola de un pez enorme y
frenético. Paso largas horas observándolo y es maravilloso estarse así, sin
prisas, con los cabellos agitados por el viento frío y salado, la piel erizada,
y la ropa volviéndose pegajosa por el delgado salpicar del agua.
Contemplar el mar es la inexplicable sensación de lo grandioso y supremo
de la naturaleza frente a nosotros, palpable, real... Es paz, es comprender que
existen cosas por las cuales seguir vivo, por las cuales tener todos los
sentidos despiertos. Es tener advertir un cielo gigantesco, con estrellas
repartidas como por un acomodador de cine enamorado de tres Marías; con una
luna bella y un sol oculto protegiendo a su gran amante, esperando encontrarla
en la cita eterna en cuanto el reloj marque el eclipse de las horas. Es
interrogarse sobre lo que convive debajo de las aguas, los peces, las algas,
los barcos hundidos, los tesoros no revelados, la enigmática existencia de
seres fabulosos, las rocas, la arena, la oscuridad, el frío, el misterio, el
silencio...
La luz del faro es un gran ojo que por las noches intimida, que permite
ver más allá de todo lo que la oscuridad embriaga, que durante el día le cede
su espacio al sol, al otro gran ojo que nos vigila, día tras día y durante toda
la eternidad, como la eternidad de mi faro, que se interpone entre el azul de
cielo y el oscilar de las olas del mar...
Martina Odescalchi (Donna Helena) - Maipú: junio 2009
Publicado en el Amigo de junio.09